El sobre contenía un par de fotos. En ambas se veía a Mónica en primer término sobre un fondo borroso que bien podía pertenecer a una calle de Londres. O de Berlín. O de Brujas. O de Praga. De hecho el fondo no se distinguía lo más mínimo, pero la imaginación no ha sido nunca mi punto débil. Filth no me había fallado nunca así que no tenía por que sospechar de él. Era rastrero pero legal. Era consciente de que yo contribuía en cierta medida a pagar la universidad de sus hijos, por decirlo de algún modo, y no estaba dispuesto a perder a un cliente fijo. Así que podía estar tranquilo, Filth no me la jugaría. Si había dicho Londres es porque sabía de buena tinta que la fugaz, repentina y no autorizada sesión fotográfica a la cual Mónica había sido objeto, había tenido lugar en Nothing Hill o Chelsea. O en el Soho. O que coño sé.

Tan pronto como me fue posible contacté con una vieja amiga que, por motivos laborales, había emigrado a la capital inglesa hacía ya unas cuantas primaveras. Me contó que se había casado recientemente, que estaba enfrascada en la mudanza y que no podía acogerme, sin embrago, me puso en contacto con una antigua compañera de estudios que no puso ninguna objeción en darme alojamiento.

El viaje en avión fue como la seda. Nada más aterrizar tomé el Stansted Express hasta la estación de Liverpool Street. Allí cogí el metro, línea roja, y me bajé en Nothing Hill Gate.

La casa de la amiga de mi amiga era un palacete de tres plantas de color blanco marfil. Resultaba bonita a simple vista y preciosa cuando la observabas detenidamente. En frente, justo en medio de un pequeño parterre rebosante de flores en su máximo apogeo, se encontraba una escalinata de cinco o seis peldaños que conducía hacia la puerta principal. Sin más dilación que la de observar por un instante el precioso jardín, subí las escaleras de dos en dos y me precipité sobre el timbre. La puerta se abrió casi al momento y apareció ante mí una chica, más o menos de mi edad a juzgar por las apariencias, que, en cuanto a belleza se refiere, nada tenía que envidiarle a la casa.

               Tú debes ser Frankie – me dijo-.